LA CREACIÓN

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DIOS CREA, EL HOMBRE TRANSFORMA

lunes, 29 de junio de 2020

LOS VALIENTES

El cementerio de los verdaderos valientes está en el anonimato. (Anónimo)

El valiente es aquel que tiene el valor de los valores. (Anónimo)


¿De pequeño, quién no quería mostrar su valentía a sus hermanos/as, amigos/as, padres?

De mayores, la cosa cambia. Primero los valientes son escasos, es más, se podría poner en las marquesinas de los autobuses: “se busca verdaderos valientes”. Y segundo, nos gusta tanto anecdotizar las cosas que cuando algún comportamiento excepcional sale a la palestra, está en todos los telediarios. Fama tan efímera como intensa en el momento, hasta que otro valiente o suceso acapare la actualidad.

¿Por qué será? ¿Por qué la valentía que ensalzamos con genuinidad de pequeños pasa a ser anecdótica de mayores?

Yo veo varias razones que son interesantes de comentar para un cristiano.

Porque nos hemos acostumbrado a consumir de todo y que la valentía hoy en día no es más que un producto que se vende en los medios de forma instantánea pero que se esfuma con la misma rapidez con la que aparece.

Porque los valores ya no tienen valor y por lo tanto no se valoran en nuestra sociedad. Somos consumistas de apariencias, de postverdades, de primicias que solo son titulares de un programa de tele. La propaganda ha cobrado tanta importancia que no hay noticia que no pretenda vendernos algo. Ideas, opiniones, actitudes, etc…

Cuando somos pequeños, un acto de valentía siempre comporta la heroica de lo imposible vencido por nuestra esperanza. Cuando somos mayores, lo imposible es solo eso, imposible y por lo tanto mejor no perder tiempo en ello. Cuando somos pequeños los ideales son parte de nuestro ser, cuando llegamos a ser adultos los ideales son una tontería inútil.

Yo diría que nuestra sabiduría dura lo que nuestra genuinidad, es decir bien poco.

Sin valores, no hay valentía. Por ello hay que saber elegir nuestras referencias y nuestros caminos.

La valentía visible, si no está alimentada por un corazón puro, está siempre manchada por el pecado. Parece un juicio duro pero solo es una constatación de lo que somos, humanos pecadores. Yo solo conozco un ejemplo de ello Jesús y nadie más.

La valentía humilde o invisible, es un comportamiento del corazón que no busca ni acepta espectadores. Nace en la discreción de nuestra mente, alimentada por el Espíritu Santo, y pretende, siempre con amor, actuar con nuestros valores que no son otros que los que nos enseña Jesús.

Un cristiano es un valiente anónimo, que busca complacer a su padre con la genuinidad de un niño y la discreción de un adulto que rehúye cualquier protagonismo.

Nuestras hazañas deben ser amorosas y no belicosas. Nuestras armas, el amor. Nuestro objetivo complacer a nuestro Padre celestial con nuestro comportamiento, nuestra actitud, para poder, cuando Él lo decida, compartir su morada. Si actuamos de tal manera en discreción y humildad nos acercaremos a Él.

El mundo es el terreno propicio para una guerra constante entre el bien y el mal. Nosotros, los cristianos somos soldados de la fe, hijos de Dios. También somos actores segundarios, objeto de deseo por parte de las fuerzas oscuras del mal. Por ello nuestra lucha está perdida de antemano si nos atrevemos, con valentía insensata, medirnos al maligno. La única forma de enfrentarnos al mal es bajo el amparo de quién ya lo venció. De nuestro Señor y salvador Jesucristo.

Vale más ser un temeroso salvado por Jesús que un valiente ganado por Satanás. Pero eso, por desgracia, los hombres lo menosprecian a menudo. Inconscientes de ellos.

Cuando perdemos la valentía del mundo descubrimos la sabiduría de Dios.

Aun si voy por valles tenebrosos, no temo peligro alguno porque tú estás a mi lado; tu vara de pastor me reconforta. (Salmo 23:4)

Manténganse alerta; permanezcan firmes en la fe; sean valientes y fuertes. (1 Corintios 16:13)

29 El pueblo de la tierra usaba de opresión y cometía robo, al afligido y menesteroso hacía violencia, y al extranjero oprimía sin derecho. 30 Y busqué entre ellos hombre que hiciese vallado y que se pusiese en la brecha delante de mí, a favor de la tierra, para que yo no la destruyese; y no lo hallé. (Ezequiel 22:29-30)


Que Dios os bendiga, Alfons <><

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lunes, 22 de junio de 2020

EL TIEMPO

La eternidad de un segundo nos pesa más que segundos para la eternidad. (Anónimo)

A pesar de relojes, móviles, incluso de un reloj atómico de estroncio reputado ser el más preciso del mundo, a pesar de todos ellos el tiempo no es el mismo para cada uno de nosotros. Es más, no es el mismo para cada cual según los acontecimientos que está viviendo.

A veces cada segundo tarda un sinfín de tiempo como si se resistiera a caer. Como si no quisiera morir y durar para siempre. Esos momentos suelen ser insostenibles, insoportables ya sea porque tememos lo que sucederá después o porque lo ansiamos tanto que no podemos aguantar más.

Otros tiempos son todo lo contrario, escurridizos, escapistas, desvaneciéndose a penas iniciados.

Todo esto nos recuerda una frase que Einstein nunca dijo: el tiempo es relativo, aunque sí lo demostró.

Y me preguntarán, ¿Qué tiene que ver esto con nuestra relación con Dios? Pues todo y nada.

Nada, porque no hay nada que podamos hacer para cambiar esta realidad y todo porque lo que para Dios es un segundo para el mundo pueden ser miles de años.

La existencia del tiempo es una necesidad humana. Mera constatación de nuestro carácter finito. Somos secuenciales, necesitamos que el tiempo pase para saber que existimos. Por ello hemos inventado los relojes, para poder ver el tiempo que pasa. Nuestro propio lenguaje se ha dotado de reglas de tiempo. El pasado, el presente, el futuro. Incluso lo hemos complicado como por ejemplo con el pretérito imperfecto, como si pudiese haber algo de perfecto en el tiempo.

Muchos de nosotros nos preguntamos cuándo vendrá el Señor cumpliendo su promesa. Yo por ejemplo lo anhelo tanto que el tiempo se me hace una eternidad. Pero claro está que los tiempos del Señor no son los nuestros. Y si intentamos encontrarle lógica acabamos completamente perdidos.

Estamos viviendo unos tiempos donde los acontecimientos se aceleran como si este mundo haya estado en un letargo complaciente desde la última guerra mundial. Nuestro bienestar está transformándose constantemente en malestar latente o incluso fehaciente. Las grandes potencias ya no son símbolo de paz y estabilidad sino focos de violencia, egoísmo e intolerancia. Los demás lo miramos como si no fuera con nosotros. Pero la verdad es que a cada día que pasa el mundo se envenena cada vez más preparándose para la tormenta perfecta.

Ahora la pandemia del coronavirus nos ha puesto al descubierto nuestras limitaciones frente a plagas invisibles pero implacables. Nos muestra que ni la obediencia y menos el amor al prójimo son criterios de este mundo. Los hemos cambiado por el libertinaje y el egoísmo narcisista que nos hace despreocuparnos de todos los débiles y desamparados.

Es como si todos los ingredientes para un cóctel explosivo se estuvieran reuniendo a pesar de que algunos intentan impedirlo.

En este caso el tiempo se acelera para unos y ralentiza para otros, mientras algunos no se dan ni cuenta. Y Jesús ¿cómo crees que lo vive? O mejor dicho ¿cómo crees que lo siente?

No podemos contestar a esta pregunta pero, con toda seguridad, si apelamos a sus enseñanzas, nos podemos imaginar un Señor triste, compungido por nuestros comportamientos, por el desamor que impera en nuestra sociedad.

Darle tiempo al tiempo es como poner agua en un recipiente perforado en el que el agujero es mayor que el caudal del agua. Es como intentar alimentar el aire con un soplo. Esfuerzos inútiles que no solventarán el vacio que sentimos.

Uno, yo, querría que todo esto acabase, que el Señor viniese ya y barriera con su Espíritu el imperio del mal que reina en la tierra. Pero sé que mis tiempos no son los suyos y que su sabiduría y bondad suplen mi desconocimiento y falta de discernimiento. Porque vendrá pero en su tiempo, no en el mío.

Porque mil años delante de tus ojos son como el día de ayer, que pasó, y como una de las vigilias de la noche. (Salmos 90:4)

8 Mas, oh amados, no ignoréis esto: que para con el Señor un día es como mil años, y mil años como un día. (Pedro 3:8)


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jueves, 18 de junio de 2020

DESIERTO

El desierto no es la falta de algo, mas sí el dominio de la nada. Y eso no tiene por qué ser siempre peligroso. (Anónimo)

Cuando nuestro corazón está lleno de vacío, experimentamos una travesía del desierto espiritual. Cuando es nuestro plato quien escasea, una travesía carnal. Nada nuevo bajo el sol.

Estamos acostumbrados a ver el desierto como un entorno hostil que no nos perdona el mínimo error, que nos acosa y derriba en la soledad de nuestra condición. Frágil que somos sin agua.

Podemos pasar días sin comer pero solo horas sin beber. Porque somos agua más que carne. Igualmente un creyente puede pasar días sin enriquecimientos del mundo pero no sobrevive sin la presencia de Jesús en su vida.

Esa agua de vida que Jesús menciona tantas veces en el desierto de nuestras vidas es la clave de nuestra santidad y de nuestra sanidad. Son ríos de maná espiritual que nos proporciona el Espíritu Santo que mora en nosotros. Puede fluir más o menos, somos humanos, pero no podemos dejar que se seque perdiendo o renunciando a nuestra fe. Porque entonces la travesía del desierto se transformará en camino a los infiernos.

Dicho así suena muy melodramático pero lo que no podemos obviar es que nuestras decisiones tienen consecuencias. Si bien la Gracia de Dios todo lo perdona, si nosotros renunciamos a Él ¿cómo podremos gozar de ella?

El desierto tiene dos efectos contrapuestos. Por un lado nos exige supervivencia pero por el otro nos ofrece recogimiento y un remanso de paz para la oración y la intimidad espiritual.

Jesús lo usaba a menudo en el sentido positivo para abstraerse de su entorno y nosotros también deberíamos hacerlo. Porque las distracciones son el veneno del espíritu. Hacen que se diluya nuestra mente en trivialidades innecesarias.

El desierto, en este caso es un recuerdo constante al aislamiento necesario para darle importancia a aquello que lo tiene. Podemos hacer que nuestros desiertos sean tan beneficiosos como los de Jesús. Apagando la tele, la radio. Dejando de chatear, de llamar, de socializar con el mundo para concentrarnos en nuestro Padre celestial. Es más difícil de lo que parece porque de nuevo las tentaciones son constantes, esas mismas que transforman nuestras vidas en un terreno asolado, sin alma, sin agua de vida.

De la misma forma que podemos positivar el desierto este nos puede engullir en sus arenas movedizas de la condición humana.

Lo importante cuando nos enfrentamos al desierto es el guía. Y ese no podemos ser nosotros porque nunca seremos expertos en terrenos áridos y desolados, tan solo potenciales víctimas. Jesús es el único guía y la salvación, el oasis prometido.

Una de las cosas que más impactan en la travesía de un desierto son los esqueletos abandonados a su suerte que podemos observar como un recordatorio de lo que nos espera si fracasamos en el intento de cruzarlo. No son anécdotas, mas sí testimonios mudos que gritan ahogadamente en el silencio de su infortunio.

Pero si en lugar de dejar que nuestra mente se distraiga en los alrededores nos concentramos en seguir el Guía y sus enseñanzas, aprenderemos a descubrir las bonanzas del desierto que nos son otras que de intimar más y más con Jesús y hacer que, a cada paso, Él nos espere en un oasis de amor para apoyarnos, regenerarnos e invitarnos a seguir el camino de santidad a su lado.

Hay que temer al desierto como tememos a Dios, es señal de sabiduría y el único camino para beneficiarnos de sus bonanzas.

16 Mas él se apartaba a lugares desiertos, y oraba. (Lucas 5:16)

12 Y luego el Espíritu le impulsó al desierto. 13 Y estuvo allí en el desierto cuarenta días, y era tentado por Satanás, y estaba con las fieras; y los ángeles le servían. (Marcos 1:12-13)

Hizo salir a su pueblo como ovejas, Y los llevó por el desierto como un rebaño. (Salmo 78:52)


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miércoles, 17 de junio de 2020

MALDICIÓN


Las maldiciones son bendiciones rechazadas. (Anónimo) 

Para los hijos de Dios no hay nada que no obre para bien. Es más, a través de nuestras tribulaciones, de todo aquello que estamos llamados a vivir, ya sea bueno o malo, el Señor nos pule, nos moldea para que seamos caminantes justos en senda de santidad.

El dicho popular nos recuerda que, quien bien te quiere te hará llorar. Y claro si uno se lamenta sobre sí mismo en lugar de aprender de la prueba, transformamos una bendición en maldición. Porque si bien todo lo que atravesamos es para nuestro enriquecimiento, solo nosotros podemos hacer que así sea.

La maldición es un castigo, una expresión de rechazo que conlleva enojo y aversión hacia alguien por su comportamiento. Dios la usó contra su pueblo, duro de cerviz, en el antiguo testamento y no por ello este obedeció.

Era una consecuencia lógica de los efectos de las ordenanzas de la ley y de su desobediencia por parte del pueblo.

En el nuevo testamento, que es el testamento del amor de Dios a través de su hijo amado Jesús, las maldiciones son prácticas ajenas a los hijos de Dios. Somos llamados a responder con bendiciones por cada maldición recibida.

La maldición suele ser fruto de un juicio y por ello no podemos ser perpetradores de ella. Porque ¿quién somos nosotros para valorar la paja ajena cuando nuestra viga nos ciega la vista?

El deseo de maldad hacia los demás no solo es impropio de los hijos de Dios sino que es pecado de soberbia. Porque solo Dios es la Verdad y puede hacer justicia. Él resolvió el agravio constante que nuestro pecado le causaba sacrificando a su hijo amado en la cruz, no deseándonos mal, sino haciendo que Jesús venciera el mal por nosotros a través de su muerte.

Cuando atravesamos malas rachas en nuestra vida y que tenemos la sensación de que estamos malditos, debemos pensar en Jesús. Porque Él está siempre a nuestro lado y nunca dejará que nada, ni nadie, nos lastime el corazón y el espíritu. Solos, no damos la talla para luchar contra el maligno. Con Jesús, la situación se invierte y el mal se derrite frente al amor de Dios.

Por ello las maldiciones son bendiciones rechazadas. Rechazadas por nosotros. Porque si compartimos con Jesús todo lo malo que nos sucede, aprenderemos a ver las bonanzas de las pruebas y reforzaremos nuestra fe y nuestro amor en Cristo Jesús. Cada situación será una oportunidad, un paso más hacia nuestra connivencia con Él. Será cada vez más imprescindible en nuestras vidas y nos acostumbraremos a que las señoree y podamos descansar en Él.

El mal está suficientemente presente en este mundo para que añadamos más leña al fuego. Es difícil reprimirse cuando uno se siente grandemente agraviado por una actuación ajena, como si fuera maldición hecha a nuestra alma. Ahora bien, no maldice quien quiere sino quien puede y en este mundo nadie es de talla para enfrentarse a Jesús. Y si Él es con nosotros ¿quién se atreverá? Dejémosle, como lo hizo en la cruz, lidiar por nuestras almas, están a buen recaudo.

17 Y al hombre dijo: Por cuanto obedeciste a la voz de tu mujer, y comiste del árbol de que te mandé diciendo: No comerás de él; maldita será la tierra por tu causa; con dolor comerás de ella todos los días de tu vida. (Génesis 3:17)

Bendecid a los que os maldicen; orad por los que os vituperan. (Lucas 6:28)

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sábado, 13 de junio de 2020

SUERTE O AZAR


El azar es fortuito y la suerte casual aunque ninguno de ellos existe. (Anónimo) 

Cuántas veces hemos dicho, “qué buena o mala suerte tengo”. ¿Cuántas?

O, “esto es fruto del azar” cuando no encontramos otra explicación.

Todos hemos caído en esta trampa, lingüística para muchos pero también espiritual para algunos.

Porque los cristianos sabemos que el azar o la suerte no existen, no son. La providencia del Señor sí. Y por mucho que intentemos voluntaria o involuntariamente obviarlo, todo tiene un sentido si bien todos no tenemos la perspectiva para verlo en un primer instante, o quizás nunca.

De pequeño estaba fascinado por Napoleón y sus batallas y cómo vivía cerca del museo des Invalides en Paris iba a menudo a visitarlo y me pasaba horas delante de todas las reconstrucciones con soldaditos de plomo de las grandes batallas que ganó. Austerlitz, Wagram y tantas más. Y lo que ahora me horroriza, la guerra, me fascinaba porque conllevaba el concepto de victoria, de hazaña bélica. Era un crio y ver tal ingenio era para mí una fuente de interés importante. Lo que más me sorprendía era que los generales los jefes iban todos a caballo y además estaban relativamente lejos de la batalla siempre en una colina que les daba una perspectiva inmejorable. Pero por muy listo que se creyera Napoleón también tuvo su Waterloo.

Ahora que estoy llegando al ocaso de mis días en este mundo, lo entiendo mejor. Es más lo comprendo. Es como si estuviera en esa colina montando un caballo precioso y mirando la llanura de todas mis batallas pasadas.

El tiempo nos da lo que la inmediatez nos arrebata, perspectiva. Porque cuando uno está en medio de sus batallas es como si estuviera intentando mirar el bosque pegado a uno de sus árboles. No se ve nada o peor vemos un trozo que nos puede hacer creer lo que no es.

La paciencia es una buena hacedora de perspectiva, modifica a menudo el punto de vista inicial que teníamos sobre las cosas.

Los que somos de Jesús sabemos esto y aunque la tentación nos acecha, sabemos que nada le es extraño. Que, en Él, todo tiene una razón de ser, para bien, en nuestras vidas. Aunque no lo entendamos en aquel momento, aunque incluso nos indignemos o nos rebelemos. No cambiará nada y al final nos daremos cuenta, si somos honestos y fieles a su palabra, que Él siempre tiene razón. Por ello su providencia es fruto de su gracia y se expresa de múltiples formas dándonos lo que necesitamos, mas no lo que le pedimos.

Yo tengo tantos ejemplos de la providencia de Dios en mi vida que solo le puedo estar infinitamente agradecido. Como cuando evitó, en una milésima de segundo, que atropellara un motorista. Ese día fue terrible, temible y en mismo glorioso porque su divina providencia me arropó con todas sus fuerzas y me salvó. Los hombres lo llamarían suerte, para mí, decir o pensar eso, es una forma de vilipendiar el efecto de Dios en nuestras vidas. Es pecado.

Por ello cada vez que tengo la oportunidad, tanto en mi boca como en las expresiones de los demás, intento regalarles el efecto y la bondad del significado la providencia de Dios. Muchos no me entienden o así lo pretenden, otros se ríen de mi supuesta ingenuidad, pero algunos, a veces escuchan.

36 Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas. A él sea la gloria por los siglos. Amén. (Romanos 11:36)

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