El desierto es un lugar exótico para el turista y un infierno para el que está sediento. A lo largo de nuestra vida pasamos de turista a errante sediento en la senda de nuestras pruebas.
El desierto está lleno de espejismos, parecen lo que no son, por suerte no solo para mal, también para bien.
Cuando estás a punto de morirte de sed puedes maldecir tu infortunio o continuar buscando agua hasta más no poder. Si te paras para lo primero nunca la encontrarás porque el agua de la vida es fruto de sacrificio y obra de abnegación.
Pero la fe trasforma, la fe guía, la fe da agua de vida a todo aquel que la busca porque la fe nos abre los ojos y el corazón para que veamos el oasis de nuestro Padre en el centro de nuestro desierto.
Las condiciones extremas siempre abren las puertas a la tentación porque debilitan y nublan nuestra percepción de los hechos. La rebeldía es obra pobre y no reparadora, la obediencia, mansedumbre y humildad son bálsamos para atravesar nuestro desierto.
El desierto de nuestra vida es tierra fértil desolada por nuestros pecados.
Todo esto no son más que palabras y se dice que las palabras se las lleva el viento pero también las palabras esculpen nuestra mente y nuestro corazón, y por mucho que lo neguemos son el camino hacia nuestro Padre quien lo simbolizó y nos obsequió con la Palabra para edificación nuestra.
“12 Y luego el Espíritu le impulsó al desierto. 13 Y estuvo allí en el desierto cuarenta días, y era tentado por Satanás, y estaba con las fieras; y los ángeles le servían.” Marcos 1:12-13
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